Él mismo
es el sacrificio que pagó por nuestros pecados, y no sólo los nuestros sino
también los de todo el mundo.
1 Juan 2:2
Cuando la culpa y la condenación
pesan mucho en la conciencia, muchos sienten la necesidad de pagar por sus
pecados. Para apaciguar el sentimiento
de que han fracasado, se castigan a sí mismos, reprendiéndose mentalmente de forma
constante por sus errores, y algunos incluso llegan tan lejos como causarse
lesiones o dañar su propio cuerpo. Y
cuando las cosas no salen bien en sus estudios, trabajo o relaciones, se dicen
a sí mismos que merecen ese resultado negativo.
Ellos no sienten que merecen
tener éxito en lo que hacen.
Mi amigo, la respuesta a nuestra
conciencia de culpabilidad, fracaso o insuficiencia, es la cruz. La cruz declara: “Jesús, el puro,
inmaculado, amado Hijo de Dios, murió en tu lugar. ¡Ahí está tu castigo! Él fue traspasado. Fue cortado.
Él fue herido por nuestras transgresiones. Él fue pisoteado para que tú no tengas que
ser pisoteado. Él murió joven, para que
tú no tengas que morir joven.”
Nuestra conciencia se satisface
cuando vemos hacia la cruz y vemos a Jesucristo colgando ahí, suspendido entre
el cielo y la tierra. Él que no conoció pecado, se hizo pecado
por nosotros, y llevó la totalidad de la santa y justa indignación de Dios en
Su propio ser, en nuestro nombre.
Cuando vemos hacia la cruz y entendemos:
“Ahí está mi castigo. Ahí está mi muerte,” nuestra conciencia
dice: “Paz. Ha sido pagado.” Nosotros no tenemos que herirnos a nosotros
mismos. No tenemos que golpearnos a
nosotros mismos. Jesús lo sufrió todo por nosotros para que podamos tener todas Sus
bendiciones y reinar en la vida. Él solo
es el sacrificio que expía nuestros
pecados. ¡Aleluya!
Viendo a través de los ojos de la fe,
Joseph Prince
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