Inspiración De Gracia
Y
toda la multitud procuraba tocarle, porque de Él salía un poder que a todos
sanaba. Lucas
6:19
Temblando ante la idea de
ser visto y apedreado por la multitud, el hombre leproso se agachó detrás de
una de las muchas losas de piedra que conformaban las laderas de las
pintorescas colinas que enmarcaban el Mar de Galilea. Él había venido a
ver al hombre al que llamaban Jesús, quien según había escuchado, era un
sanador.
La gente había hablado de cómo Jesús sanaba
—cómo todos los que se habían acercado a Él para ser sanados recibieron su
sanidad. Él no rechazó a nadie. Cualquiera que fuera su condición
—fiebre, parálisis, oídos sordos u opresión demoníaca— Él los sanó a todos.
Todos. Esa pequeña palabra le dio la esperanza de que tal vez
incluso él pudiera ser sanado. Cuando llegó a las colinas, una gran
multitud se había reunido en las laderas para escuchar las enseñanzas de Jesús.
Este pobre hombre enfermo no podía ver a Jesús desde donde se escondía
atemorizado, pero debido a la acústica única de las colinas, él podía escuchar
cada palabra que Jesús estaba hablando a la multitud:
«¿Y por qué preocuparse
por la ropa? Miren cómo crecen los lirios del campo. No trabajan ni cosen su ropa; sin embargo,
ni Salomón con toda su gloria se vistió tan hermoso como ellos. Si Dios
cuida de manera tan maravillosa a las flores silvestres que hoy están y mañana
se echan al fuego, tengan por seguro que cuidará de ustedes. ¿Por qué tienen tan poca fe?» (Mateo 6:28-30, NTV)
Él escuchaba atentamente —el timbre de la voz
de Jesús y cada palabra que Él hablaba, tenían una profundidad inconmensurable
de entendimiento y empatía sobre sus temores cotidianos. Las brasas de la
esperanza que él había pensado que hacía mucho tiempo había muerto, de repente
cobraron vida, avivadas por la autoridad de las palabras de Jesús.
Mientras que inicialmente él temblaba por el temor a ser expuesto, ahora
había comenzado a temblar a causa de una emoción diferente que lo hacía escuchar
aún más fervientemente.
Cuando entendió el significado de las palabras
de Jesús, el leproso comenzó a llorar. Por primera vez en años, él se
preguntaba: ¿Es esto posible? ¿Que Dios quiere ser un Padre para
mí? ¿Un Padre celestial que me vestirá mejor que a los lirios, que se
visten mejor que Salomón en toda su gloria, si yo pongo mi confianza en Él?
¿Es posible que Dios se acerque a mí con bondad, aceptación y amor, y me
invite a probar y recibir Su bondad? Después de todos los años de ser
rechazado y vivir como un paria, algo en lo profundo de su corazón se rompió
ante estos nuevos pensamientos y provocó un torrente fresco de lágrimas.
Recubierto por la inconfundible compasión en
la voz de Jesús que hizo que la esperanza recorriera todos los nervios aún
intactos de su cuerpo, el hombre salió gateando de su escondite improvisado en
el momento en que Jesús terminó de hablar. Todos los pensamientos sobre
permanecer escondido se habían ido. Todo lo que él quería hacer era ir a
Jesús y pedirle que le quitara su enfermedad.
Cuando comenzó a caminar hacia Jesús, allí,
bajando la colina, un hombre que caminaba un poco por delante de algunos de los
otros, captó su atención. Él Se dio cuenta de que era Jesús, que venía
directamente hacia él.
En lugar de haber ido directamente a la
multitud después de predicarles, el Señor había tomado otro camino para ir
hacia el hombre afligido y solitario, como si Él hubiera sabido ya todo acerca
de la necesidad del hombre y dónde se encontraba. Incapaz de contener sus
sentimientos, el hombre se postró a los pies de Jesús y lo adoró.
Con una voz aún ahogada por las lágrimas, él
susurró: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Sin dudarlo,
Jesús se acercó y lo tocó. “Quiero,”
dijo, con la misma compasión y calidez que el hombre había escuchado antes en
Su voz. “Sé limpio.” (Mat.
8:2-3)
Al sentir el toque de las cálidas manos de
Jesús, el hombre cerró sus ojos involuntariamente y su cuerpo se estremeció
bajo ese toque. Había pasado tanto tiempo desde que él
había sentido el toque de otro ser humano, y mucho menos un toque cálido y
amoroso.
Luego abrió sus ojos para ver a Jesús y lo
encontró sonriéndole, Sus ojos llenos de amor. Sintiendo que algo era
diferente en su cuerpo, el hombre bajó la mirada a sus manos, que hacía un
momento estaban cubiertas de llagas abiertas y terminaban en muñones por dedos.
Sus ojos contemplaban manos sanas con dedos completamente formados y piel
totalmente perfecta.
Como en un sueño, él comenzó a levantarse las
mangas y el dobladillo de su túnica y observó con asombro cómo la tela se
enrollaba hacia arriba para revelar una piel suave y sin manchas que cubría sus
brazos, piernas y pies. ¡Él estaba limpio! El poder de Jesús, en un
instante, se había tragado su inmundicia.
Él miró hacia el rostro de Aquel que lo había
sanado, abrumado por la gratitud. Incluso cuando se volvió para irse, el
hombre sabía que nunca olvidaría la compasión y la determinación que había
visto en el rostro de nuestro Señor Jesús, ni Su toque cálido y de afirmación.
Él no solo me ha sanado y
limpiado, pensaba el hombre
eufórico mientras se alejaba maravillado. ¡Él me ha devuelto la vida!
Viendo a través de los ojos de la fe,
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