Medita En
“Bendito sea el Dios de Sadrac, Mesac y Abed-nego que ha enviado a
Su Ángel y ha librado a Sus siervos que confiaron en Él”. (Daniel 3:28)
El libro de Daniel
registra cómo el rey Nabucodonosor de Babilonia hizo una imponente estatua de
oro y ordenó a todos en su reino que se postraran ante ella y la adoraran. Tres jóvenes, Sadrac, Mesac y Abed-nego, a
quienes el rey había designado para administrar la provincia de Babilonia, se
negaron a hacerlo. Humillado por su
desobediencia, el rey estaba enojado y furioso. Él les dio una oportunidad más para que se postraran
y adoraran su estatua de oro o serían arrojados de inmediato en un horno de
fuego ardiente.
Ellos sin inmutarse,
dijeron: “Oh Nabucodonosor, no
necesitamos defendernos delante de usted. Si nos arrojan al horno ardiente, el Dios a quien servimos es capaz de
salvarnos. Él nos rescatará de su poder, su Majestad; pero aunque no lo
hiciera… jamás serviremos a sus dioses ni rendiremos culto a la estatua de oro
que usted ha levantado”. (Dan. 3:16–18, NTV) El rey ordenó que el horno se calentara siete
veces más que de costumbre, y ordenó que algunos de sus soldados más fuertes los
ataran y los echaran en el horno de fuego ardiente. El horno estaba tan caliente que las llamas
mataron a los soldados mientras ellos echaban a estos tres hombres a las rugientes llamas, firmemente atados.
De pronto, el rey
saltó de asombro y exclamó a sus oficiales: “¿No
eran tres los hombres que echamos atados en medio del fuego? Ellos respondieron
y dijeron al rey: Ciertamente, oh rey. El rey respondió y dijo: ¡Mirad! Veo a
cuatro hombres sueltos que se pasean en
medio del fuego sin sufrir daño alguno, y el aspecto del cuarto es semejante al de un hijo de los dioses”.
(Dan. 3:24–25) Nabucodonosor gritó: “¡Sadrac, Mesac y Abed-nego, siervos del Dios Altísimo, salga y
vengan aquí!” Los tres hombres
salieron del fuego y los oficiales y asesores los rodearon y “vieron que el fuego no los había tocado. No
se les había chamuscado ni un cabello, ni se les había estropeado la ropa. ¡Ni
siquiera olían a humo!” (Dan. 3:26–27, NTV). De hecho, las llamas solo sirvieron para liberarlos de sus ataduras.
Asombrado por cómo su Dios los había protegido, Nabucodonosor
comenzó a alabar a Dios por sí mismo.
El rey, luego, emitió un decreto estableciendo
que si alguna persona pronunciaba una palabra contra el Dios de Sadrac, Mesac y
Abed-nego, sería descuartizada y sus casas serían reducidas a escombros “ya
que no hay otro Dios que pueda librar de esa manera”. (Dan. 3:29) Entonces, el rey promovió a los tres hombres a
posiciones aún más altas en la provincia de Babilonia.
Amado, este es tu Dios.
Viendo a través de los
ojos de la fe,
Joseph Prince
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